jueves, 24 de noviembre de 2016
Reseña: Golpe de Estado en Brasil 2016
3 de diciembre 2016
¿La destitución de Dilma Rousseff como presidenta de Brasil fue un golpe de Estado? Técnicamente, la respuesta es no. Si bien no hay una definición única de lo que constituye un golpe de Estado, el acto implica una toma ilegal del poder.
Los 61 votos contra 20 del senado brasileño a favor de la destitución de Rousseff fueron la culminación de un proceso jurídico que se establece en la Constitución de Brasil. Sin embargo, Rousseff y sus seguidores argumentaron durante meses que el esfuerzo para retirarla del cargo era, en efecto, un golpe diseñado por un pequeño grupo de élite. No se detienen en definiciones jurídicas estrictas.
En cambio, “golpe de Estado” se ha convertido en la clave para acusar a los adversarios políticos de Rousseff de sacar ventaja de la ley para subvertir la democracia. Algo hay de cierto.
No obstante, se basa en problemas que afligen a todo el sistema político de Brasil, no solo a los de derecha o a los de izquierda. Cualquier partido de oposición puede beneficiarse de la caída del líder del partido gobernante.
En Brasil, esto se vio enfatizado por el hecho de que una investigación descubrió que los miembros de la oposición habían participado en un escándalo de corrupción de grandes proporciones. Romero Jucá, un influyente legislador de la oposición que se vio implicado en el escándalo, fue grabado en marzo diciendo: “Tenemos que cambiar el gobierno para frenar la pérdida de sangre”, sobre la investigación.
Entonces, Rousseff fue destituida por lo que casi todos los analistas y expertos describieron como acusaciones menores: tomar dinero prestado de un banco propiedad del gobierno para ocultar un déficit presupuestal, lo cual es ilegal, pero no un delito penal. “No es un uso legítimo del proceso de destitución”.
Es por ello que Rousseff y sus aliados argumentaron que los políticos que ejercían presión a favor de su salida del poder no estaban tratando de proteger la integridad de la democracia brasileña, sino más bien, manipularla para ponerla al servicio de sus propios intereses.
Llamar golpe de Estado a la destitución se convirtió en una forma de poner en entredicho los motivos de los líderes de la oposición y sostener que la destitución de Rousseff iba en sentido contrario de las reglas de la democracia. Por lo general, apegarse a la ley —lo que sí estaban haciendo los fiscales— defiende los intereses de la democracia.
Sin embargo, en Brasil, actualmente hay suficiente corrupción y apenas Estado de derecho suficiente para que las élites políticas enfrenten lo uno contra lo otro. La corrupción, explicó la académica, está tan enraizada en la política brasileña que muy probablemente se extienda a toda la clase gobernante. El país también tiene un poder judicial fuerte que trabaja activamente para investigar y enjuiciar los casos de corrupción: es una combinación inestable. Esto confiere a las élites políticas un medio, así como un incentivo, para exponer a sus rivales, a sabiendas de que probablemente signifique su ruina. Después de todo, si todo el mundo es corrupto, todo el mundo es vulnerable.
No obstante, aunque esto resulta de utilidad para políticos específicos, debilita el sistema político al introducir la inestabilidad. Dado que la economía de Brasil pasa por un mal momento, la ciudadanía está enojada con el gobierno y quiere ver que los corruptos sean castigados.
Así que mientras los seguidores de Rousseff podrían considerar esta destitución una maniobra cínica, sus opositores la ven como un golpe simbólico a un sistema corrupto, incluso si la corrupción no distingue partidos.
Existe también una importante dimensión de clase en juego. Rousseff dirigió el Partido de los Trabajadores (PT), agrupación de izquierda cuya bandera principal es ser defensora de los pobres. El Partido del Movimiento Democrático Brasileño, de la oposición, que abogaba por la salida de Rousseff y que asumió el poder después de que la presidenta fue suspendida en mayo, es visto como un defensor de los intereses de los empresarios. Para los devotos del PT, el procedimiento de destitución tuvo un elemento de guerra de clases, en el que la élite se apoderó del poder para proteger sus intereses, lo cual se podría ver y entender como un golpe de Estado, incluso aunque no coincida con la definición formal. Una encuesta de la empresa Datafolha descubrió que el 66 por ciento de los brasileños estaban a favor del proceso de destitución contra Rousseff, cuyo nivel de aprobación estaba apenas en 11 por ciento.
A mi entender, se hicieron muchas críticas a Dilma: que no ha mantenido sus promesas electorales y ha hecho muchísimas concesiones a los banqueros, a los industriales, a los latifundistas. También la izquierda política y social no ha dejado, desde hace un año, de exigir un cambio de política económica y social. Pero la oligarquía de derecho divino de Brasil -la élite capitalista financiera, industrial y agrícola- no se contenta ya con concesiones: quiere la totalidad del poder. No quiere ya negociar sino gobernar directamente, mediante sus hombres de confianza, y abolir las pocas conquistas sociales de los últimos años.
Entonces la destitución de Rousseff se tratara de un golpe en el sentido de que un puñado de élites socavó la voluntad popular. Tampoco se puede decir que hayan actuado por encima de la ley en cuanto a este proceso. Nadie duda que los políticos alrededor del mundo actúan motivados por sus propios intereses. El proceso de destitución siempre tiene fines políticos.
Sin embargo, la naturaleza del sistema político de Brasil hace que su política sea particularmente inestable en este momento y otorga a las figuras políticas individuales un mayor poder para hacer uso de la democracia para fines no tan democráticos.
Por Coronel Sabrina.
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